Vivir con vih

TESTIMONIO

Vivir con vih

Gustavo Palacios tiene 43 años. Va y viene, de Gualeguaychú a Macia. De Bariloche a Galicia, sin escalas. Hace doce años fue diagnosticado. Dejó la medicación tres veces y en dos ocasiones estuvo al borde de la muerte. Pero volvió para contarlo. “Hablo porque creo que puedo ayudar a mucha gente”, dice.

Texto y Fotografía: Luciano Peralta

Todavía estábamos en una de las etapas feas de la pandemia cuando le dije al equipo del Consultorio Amarillo del Hospital Centenario que me gustaría testimoniar a una persona con VIH. Siempre me cayeron mejor los testimonios en primera persona, por genuinos, por su potencia.

Yo ya sabía que el VIH y el SIDA son dos cosas diferentes. Que el VIH es el virus de la inmunodeficiencia humana, el virus que produce en último término el SIDA, que es el síndrome de la inmunodeficiencia humana adquirida. Ya me habían explicado que cuando las defensas que ataca el virus están muy bajas la persona contrae enfermedades habituales y oportunistas. Ya había escuchado, también, de boca de las profesionales del equipo, que una persona puede tener VIH y no tener SIDA, cuando su inmunidad está controlada por el tratamiento. O sea, ya sabía que un paciente con VIH controlado es un paciente sano, con una expectativa y una calidad de vida como la de cualquiera.

Todo eso ya lo sabía. Lo que quería era el testimonio. Afortunadamente, desde el equipo del Consultorio Amarillo se acordaron de mi demanda y hace unos días me invitaron a entrevistar a un paciente. Acepté enseguida, claro.

Este viernes me encontré con que el paciente es alguien a quien aprecio mucho, con quien trabajé y compartí momentos hermosos. “Se llama Gustavo Palacios, me dijo que te conoce”, fueron las palabras de la enfermera Pamela Díaz, quien evidenció una clara sorpresa por mi reacción: yo estaba contento de que sea él.

Hace mucho que no lo veía a Gustavo, le había perdido el rastro. Volverlo a ver ahora, en esa circunstancia, fue muy loco. Cuando nos vimos, nos dimos un fuerte abrazo y charlamos, por dos horas, de sus últimos doce años, durante los cuales convivió con el VIH.

“En 2004 me casé en España y en 2011 viajamos a Maciá a ver a mi familia. A la vuelta, a Ismael le diagnostican HIV positivo, yo como que no reaccioné, pero a él le pegó muy fuerte. Empezó a decir que, si se tenía que morir se iba a morir, y eso fue generando una grieta entre nosotros que terminó con la separación”, cuenta Gustavo. Y sigue: “a fines de ese año, ya con mi diagnóstico positivo, volví a la Argentina, mi vida estaba patas para arriba”.

-¿En qué situación estabas?

-Había perdido el trabajo, me había separado, volvía al país después de diez años cuando no era el plan, a nivel emocional estaba para atrás y no sabía qué iba a hacer. Al tiempito me vengo a vivir a Gualeguaychú y empiezo el profesorado de teatro, que era algo que hacía desde los 12 años. Fue una época de mucho arte, mucha cosa, yo tapé todo, el teatro fue mi cable a tierra. No estaba haciendo el tratamiento y en 2013 mi cuerpo empezó a darme algunas señales, me empezaron a salir algunas verruguitas. Pero nadie sabía, era yo sólo con eso. Nadie más.

-¿Qué hiciste?

-Empecé el tratamiento en Rosario. El médico que me vio me dijo algo que me quedó re grabado: tenés un sistema inmune muy guerrero, tendrías que haber empezado el tratamiento hace rato. Y lo hice, en ese entonces eran dos pastillas, ahora es sólo una. También empecé a hacer un trabajo espiritual que fue un poco lo que me sostuvo.

-¿Tu familia?

– En ese momento decidí contarles a mi mamá y a mi papá, fue un drama. Pero necesitaba hacerlo, compartirlo. Yo no quería estar tomando una medicación a escondidas. Contarles fue un gran alivio, fue duro, pero muy tranquilizador para mí. En 2015 terminé el profesorado y me fui a dar clases a Villaguay, donde empecé a hacer biodecodificación, constelaciones familiares y terapia para acompañar todo esto. Pero me empezó a pasar de olvidarme de tomar la pastilla hasta que en 2016 decidí dejar el tratamiento.

En la plaza Belgrano de Gualeguaychú, Gustavo disfruta de sentirse bien, de tener energías y ganas de vivir la vida.

Gustavo estuvo bien durante poco menos de dos años. Pero en 2018 lo que empezó como una leve diarrea se convirtió en una diarrea crónica que lo dejó internado en el hospital Urquiza de Concepción del Uruguay, con 40 kilos y a un paso de la muerte.

“Cuando entré a la guardia una médica le dijo a mi madre que yo me iba a morir, que estaba muy débil. Ahí me entregué, que sea lo que tenga que ser, y le pedí a mamá que llame a un cura par que me de la bendición: vino uno muy viejito y nos quedamos hablando solos, eso me dio mucha paz. Me dijo que era una prueba, que tenía que superarla, fue muy tranquilizante. Ahí estuve internado dos meses y medio, me hicieron de todo, estaba escuálido, desnutrido”, recuerda, con los ojos vidriosos.

“Hubo un día que se me empezó a dar vuelta todo, como un mareo, estaba consciente, pero empezaron a pasar por mi cabeza imágenes de mi infancia, de mis padres –dice y se quiebra; toma agua y sigue–. Yo no sé qué fue, pero al otro día cortó la diarrea, yo ya estaba con pañales porque no retenía y al otro día eso paró”, recuerda. Habla del milagro.

-¿Sentiste miedo?

-Nunca tuve miedo de morirme. Creo que fue una gran limpieza, salió todo lo que tenía que salir y me fortaleció, en realidad, a nivel espiritual y personal. Luego de salir del hospital, comencé a recuperar mi peso, a alimentarme bien, tomé horas en el magisterio y me reincorporé a mi vida normal. Hasta que volví a sentirme bien y volví a dejar la medicación. Fue en 2019, cuando estaba en el Bolsón con planes de volver a España. Antes, regresaron algunos síntomas. Esa fue la primera vez que llegué al Consultorio Amarillo, y lo hice con las defensas extremadamente bajas y en un estado calamitoso, pero no retomé el tratamiento y finalmente me fui a España, el lugar donde yo había sido feliz. Tenía como con una pulsión de muerte fuerte, deprimido, creo que me fui a morir allá.

La castigada pantalla de su celular muestra a un Gustavo de 40 kilos, en uno de los momentos más críticos de su vida

-¿Qué te salvó?

-La gente. Teminé en un albergue para personas en estado de vulnerabilidad, en Galicia. Te podías quedar 15 días, yo estuve dos meses, imagínate como estaba. Allá, comencé terapia para ver por qué dejaba la medicación y empecé con el tratamiento, otra vez, a rajatabla. Cuando volví a la Argentina, porque desde el refugio hasta me pagaron los pasajes, el virus ya estaba indetectable. En España se me cayó el velo de los ojos, las fichas me cayeron todas juntas: el no haber valorado mi vida y el poder amigarme con la enfermedad. Es que Cuando salí de Concepción del Uruguay sentí que me habían dado una vida más y que la había desaprovechado. Era una tercera oportunidad y no la iba dejar pasar. Es que a veces uno tiene que tocar fondo para salir.

-¿Cómo estás hoy?

-Hace dos años y medio que sigo el tratamiento. Pude ensamblar la medicina con lo espiritual, entendí que no es una cosa o la otra, son ambas. Estoy muy tranquilo, por fin me siento en paz. Volver a poner en palabras mi historia hace que empiece a encontrar respuestas de preguntas que me venía haciendo desde que me detectaron VIH. Una de ellas es ¿para qué vino el VIH a mi vida? Hoy puedo responder que, después de mis padres, ha sido mi gran maestro; que vino para quedarse en mí, pero también vino a enseñarme que la vida es un regalo divino, una gran bendición, lo más preciado que el ser humano tiene y que hay que vivirla como la vida se merece ser vivida; me enseñó a amarme, a valorarme y a respetarme; me fortaleció el alma y el espíritu. El VIH me hizo descubrir mi misión en este mundo y, sobre todo, fue el puente para mi comunión con Dios. Vida nada me debes vida estamos en paz.