Por la fuerza de su obra poética y por la audacia con la que abordó el arte de la palabra, Roque Dalton debería ser recordado y estudiado en escuelas y universidades. Pero su andar irreverente dejó otras huellas, muchas de ellas incómodas. Con la poesía ganó premios y generó espanto en académicos y conservadores, incluso dentro de la izquierda con la que se identificó. Cuestionó lo incuestionable: se distanció de la poesía lírica de Neruda y marcó un quiebre con otros intocables del canon literario.

Nació en el barrio San Miguelito, en la esquina de la calle 5 de Noviembre y Segunda Avenida Norte. Pegada a su casa funcionaba una tienda donde la gente del barrio solía tomar cervezas y aguardiente. El niño Roque se crio allí, mamando la forma de ser jodona, irreverente, de los vecinos que se reunían a conversar, pasar el rato o emborracharse.

Apenas ingresó a la Universidad, dio rienda suelta a su vocación poética y política. Fue perseguido y encarcelado reiteradas veces. El hecho más grave le sucedió en 1964, cuando fue secuestrado por un grupo de policías de civil mientras tomaba unos tragos en un bar del centro de la ciudad.

Lo mantuvieron en cautiverio durante 51 días, sin que su familia ni sus amistades tuvieran noticias de él. Después se supo: toda la maniobra había sido encargada a la policía salvadoreña por la Agencia Central de Inteligencia norteamericana, la CIA, que estaba tras sus pasos.

Al igual que sucedió con otros pasajes de su vida, también en este caso Roque convirtió sus padeceres en literatura. Narró el encierro con fidelidad autobiográfica en la única novela que publicó, Pobrecito poeta que era yo…

Durante su exilio en Praga dio forma a los “Poemas de la última cárcel” que incorporó en el libro Taberna y otros lugares. Son 17 poemas que conforman un todo, algunos de ellos fechados en el momento de haber sido escritos, lo que les da un mayor sentido de realidad.

Esta mañana el vigilante trajo tan sólo sobras para mí -no ha sufrido, el pobre que con la niebla han dado nombre al día. Son trozos muertos de sal de algún marisco muerto, tortillas de maíz atacadas con esa vieja furia sin más lugares tibios que vejar, restos de un arroz bronco como de tres abanderados soberbios ocupados en perdonar vidas de corderos y crudas lógicas. La pared está llena de fechas que cargo zozobrante, piezas de la fatiga final, desnuda, que gritan y que son peores testigos de algo que ni mis lágrimas borrarían (¿el miedo?).
Preparar la próxima hora, en “Poemas de la última cárcel”

En el poema en prosa “El 357”, relata una anécdota con uno de los guardiacárceles encargado de su custodia:
Hace días, el 357 me regaló un cigarrillo. Ayer, mientras me miraba mascar una larga hoja de hierba-anís (que había logrado atraer hasta cerca de la reja con la vara de gancho que me fabriqué), me ha preguntado por Cuba. Y hoy ha sugerido que tal vez yo podría escribir un pequeño poema para él -hablando de las montañas de Chalatenango- para guardarlo como un recuerdo después de que me maten.

El tedio de los días de encierro se vio interrumpido por la presencia de “un tipo de unos 45 a 50 años, muy bien conservado y saludable”. Era un agente de la CIA, que había viajado a San Salvador para hacerse cargo en persona de la situación. Dalton padeció varias sesiones de interrogatorio con una lámpara apuntando a su rostro. El gringo le ofreció colaborar con “la Agencia” como única forma de salvar su vida. Puso en sus manos expedientes con presuntas pruebas que daban cuenta del entrenamiento militar que Dalton había recibido en Cuba. Roque se negó a colaborar.

Debió tomar una decisión. En el libro Pobrecito poeta… relató las dos únicas opciones que veía posibles.

Después de los interrogatorios, lo devolvieron al encierro. Así estuvo hasta que cierto día un terremoto hizo temblar todo. El sacudón resquebrajó la pared de adobe del viejo calabozo. No tenían otro lugar donde mantenerlo aislado, así que los guardias lo dejaron ahí, reforzando la vigilancia. Roque se dio cuenta que las paredes eran débiles, y se puso a hacer un hueco en el sector de la celda donde no llegaba la mirada de los guardias.

Decidió arriesgar su vida en una improbable huida. Cuando el hoyo en la pared fue lo suficientemente grande, su cuerpo esmirriado por el hambre lo traspasó. Corrió toda la noche hasta encontrar la carretera. En harapos, se subió a un bus donde tuvo la suerte de identificar a un viejo conocido. Con su ayuda pudo llegar a la ciudad. Retomó la clandestinidad con apoyo de sus camaradas, hasta que logró salir nuevamente del país.

Tras huir de aquel encierro se exilió en Praga, vivió en Cuba, escribió sin descanso y se preparó para sumarse a la guerrilla salvadoreña, donde dejó la vida.
Portador de una pluma exquisita y una rebeldía a prueba de formalidades, trasegó con igual pasión amoríos, debates literarios, borracheras y polémicas ideológicas. Sus vivencias impregnaron su obra con crudeza y originalidad (“Poesía / perdóname por haberte ayudado a comprender / que no estás hecha solo de palabras”, escribió en sus Poemas clandestinos).
Se cumplen 50 años de su asesinato, todavía impune. Roque Dalton integra la trágica lista de desaparecidos de un continente que no salda cuentas con su historia reciente.