ESPECIAL VERANO

FRAY MOCHO EN OJOTAS

Gualeguaychú no es sólo la ciudad de las playas y el carnaval, también se la conoce como la Ciudad de los Poetas. Sería más justo decir que es la “ciudad de las letras” porque sus hijos e hijas, de todos los géneros literarios, la han hecho brillar fuera de los márgenes de Entre Ríos.

Ilustración: Diego Abu Arab
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De toda esa maravillosa estirpe, queremos homenajear al gran Fray Mocho, no sólo por su pluma prodigiosa sino, sobre todo, por ser primer director de Caras y Caretas, la disruptiva revista ilustrada, de actualidad, política y literatura que cambió el modo de decir y publicar en nuestro país.

¿Qué es La Mala sino una revista ilustrada, de actualidad, política y literatura? Pero querido lector/a ¡No se preocupe! Todavía no estamos tan agrandados para compararnos con Caras y Caretas, tranqui, sólo queremos celebrar al buen Fray Mocho y lo haremos abriendo paso en nuestras ediciones de verano a la obra de los y las gualeguaychuenses que han recibido la distinción provincial que lleva su nombre, para que las pueda leer en ojotas, como amerita toda buena lectura de verano.  

José S. Álvarez Escalada, conocido como Fray Mocho, nació en Gualeguaychú el 26 de agosto de 1858 y estudió en el prestigioso Colegio Nacional de Concepción del Uruguay, donde se egresaron destacados políticos e intelectuales. Su pluma y su prolífera producción literaria lo hicieron rápidamente conocido en la ciudad de Buenos Aires, donde se radicó a los 21 años, pero fue su rol como fundador y director de la revista Caras y Caretas el que lo convirtió en una indiscutible figura pública.

Caras y Caretas fue una revolución para la historia de las publicaciones gráficas. Se publicó por primera vez en 1898, teniendo sus interrupciones y reapariciones durante todo el siglo XX, hasta que regresó en 2005. Sus fundadores quisieron producir una publicación política-humorística que fue ampliándose en sus temas e intereses con el paso de cada edición.

Imágenes y caricaturas de gran calidad acompañaban noticias internacionales, temas ignorados por otros medios de prensa escrita y la cobertura de diversos fenómenos políticos, sociales, artísticos, científicos y culturales que atravesaba nuestro país. La combinación del humor, el entretenimiento, el ensayo y el periodismo más serio, hicieron de Caras y Caretas una revista popular y variada.

Como La Mala, Caras y Caretas se publicaba los sábados ¡Vaya si resulta inspirador aquel legado de Fray Mocho! Esa intención de decir, con las palabras y las ilustraciones, lo que se piensa, defiende o reflexiona, esas ganas de dar espacio para que otros puedan hacerlo, es lo que nos mueve en este año y algunos meses de laburo.

En 1903 Fray Mocho murió en la ciudad de Buenos Aires y Carlos Correa Luna lo reemplazó en la dirección de la revista. Su nombre quedó deambulando en la historia de las letras y la comunicación de la República Argentina, pero no lo suficiente. Dos propuestas son las que más evocan al escritor y extienden el conocimiento de su trayectoria hasta nuestros días: el Museo Casa Natal de Fray Mocho y el premio literario provincial Fray Mocho.

La casa donde nació y vivió Fray Mocho los primeros años de su vida, ubicada sobre la calle que lleva su nombre, en la ciudad de Gualeguaychú, fue por largos años la postal del abandono. Como una comunidad que no puede proteger su memoria del cruel paso del tiempo, la casa sencilla, de estilo colonial, estuvo expuesta al deterioro hasta casi desaparecer. Finalmente, en 2021, tras un arduo, costoso y necesario proceso de recuperación del inmueble, se inauguró la Casa Museo Natal de Fray Mocho.

Este museo, que se suma a la interesante grilla de casas históricas que detenta nuestra ciudad, tiene una “Sala Histórica Evocativa”, donde se aborda la vida y obra de su célebre habitante, una sala para exposiciones temporarias y una sala de usos múltiples con biblioteca y archivo histórico. Bien valdría la pena que la casa de Fray Mocho se colmara de una agenda cultural que diera vida a sus paredes antiguas, acercara a la gente a conocer el lugar y brindara un espacio de desarrollo a los artistas locales. Pero al menos tenemos la suerte de no haber perdido ese sitio que estuvo a punto de perecer.

Por su parte, el premio Fray Mocho es la máxima distinción literaria otorgada por el gobierno de Entre Ríos. Se instituyó en 1987 a través de la Ley N° 7.823 y ha tenido continuidad desde entonces. Su realización es anual, con rotación de distintos géneros literarios (teatro, poesía, cuento, novela y ensayo). El premio consiste en la publicación de la obra ganadora por parte de la Editorial de Entre Ríos, una tirada de 1.000 ejemplares de los cuales 200 se entregan al autor y el resto se distribuyen en escuelas, bibliotecas populares y en diferentes eventos culturales.

Entre los primeros premios y menciones de los últimos años, Gualeguaychú ha estado a la cabeza, llenándonos de orgullo con la capacidad creativa de sus hijos e hijas que de destacan entre decenas de trabajos presentados. Sin embargo, puede ser que esta alegría pase desapercibida o que las obras reconocidas no hayan estado al alcance de la mano.

Desde La Mala tenemos el convencimiento que Fray Mocho estaría muy contento de que una revista independiente, de política, cultura e interés general, de lugar a la difusión de las obras que han surgido en nuestro suelo, reconocidas con el premio que lleva el pseudónimo con el que fue inmortalizado. Por eso, con este recordatorio al a veces poco recordado Fray Mocho, es que inauguramos la sección “Fray Mocho en Ojotas” que usted, querido lector, querida lectora, podrá disfrutar desde el 18 de enero en nuestras páginas.

Como convite inaugural, le dejamos “Fruta Prohibida”, uno de los cuentos que componen Esmeraldas: cuentos mundanos, una de las más destacadas obras de Fray Mocho.


FRUTA PROHIBIDA

Y don Juan—este sujeto es un almacenero italiano con quien tengo alguna relación—le dijo, guiñando los ojos, a la pardita que de la gran casa vecina, va todos los días a la compra y que él ha tiempo festeja, regalándole ticholos y otras golosinas.

—Vea, si quiere que vamos al Escatin esta noche, escápese… yo le doy conque disfrazarse… ¡Nos vamos a divertir!

Y a la respuesta afirmativa de la invitada, seducida por las dádivas contínuas, esperanzas de otras mayores y promesas de diversiones, siguió un papel de cinco nacionales nuevito y lindo.

Y un mundo de ilusiones envolvió a don Juan, mientras se ocupaba en desgorgojar un cajón de fideos picados.

¡Cómo se divertiría!

Ya le parecía sentir la música espeluznante del baile y verse prendido del talle gentil de la pardita, llorándole en la oreja sus súplicas amorosas.

Después se trasportaba con la imaginación a un pequeño cuarto de cierto café conocido y allí, teniendo a su compañera de baile sentada en las faldas, saboreaba una suculenta buseca o un jubeesteack con huevos.

Y atrevido y lujurioso llegaba hasta comer con ella en el mismo plato y con el mismo tenedor, contándole con su mano y sirviéndole los pequeños bocaditos sabrosos que ella hacía desaparecer con tanta gracia entre sus dientes blancos y menudos.

¡Qué imaginación desorejada de almacenero!

¿Quieren creer que llegó hasta besarle las piernas a la pardita?

Pero… cuánta prudencia se necesitaba para que no apercibiera la aventura doña Teresa, su consorte {-—} una gran mujer blanca a quien hasta los hombres de galera le decían piropos cuando dejaba su cuartito vecino a la trastienda y salía a la vereda a lucir su cuerpo macizo pero airoso, cubierto por un sencillo vestido de percal.

Y entusiasmado con sus sueños no veía don Juan a su dependiente Palombi — a ese ganso de Palombi, como le llamaba cuando hablaba intimamente de él — que se hacía señas con doña Teresa y le tiraba besos con la punta de los dedos, que esta hacía como que recogía adelantando su labio inferior, grueso, rosado, atrayente.

Por fin llegó la noche y con ella la hora del placer para el calaverón almacenero.

¡Con qué aire de exquisita cortesía preguntó a Palombi si había cerrado bien las puertas del almacén!

¡Cuánta dulzura demostró al ir a avisar a su esposa que iba a estar ausente hasta tarde por tener que hacer en la Lógia a que pertenecía!

¡Y el muy tonto que siempre llamaba imbécil a su dependiente Palombi, salió sin notar la alegría que se pintaba en el rostro de los que quedaban en casa!

Y a la media hora tuvo que regresar a buscar dinero; se había ido sin un peso al baile y no tenía con que pagar ni un chop a su adorada.

Despacio abrió la puerta de la trastienda y paso trás paso penetró a su dormitorio y al de su esposa dirigiéndose a la caja de fierro que dormía en un rincón, casi cubierta por ropas que no se usaban.

Y encendió un fosfóro…

Momentos después acudió la policía atraída por unas voces de auxilio, y al penetrar al patio del almacén se encontró con un espectáculo risible.

Palombi, el largo y escuálido Palombi, sujeto del cuello por la nervuda mano de mi amigo don Juan y no teniendo más vestido que una camiseta de punto que apenas le llegaba a la cintura, recibía la más completa paliza con que puede obsequiarse a un campeador de fruta prohibida, tomado en flagrante delito de mordisco clandestino.

Y la policía quitó a la víctima de entre las uñas de su verdugo.

¡Cómo se quejaba Palombi!

Le debían haber roto una costilla ¡no podía caminar! ¡aquellos dolores lo mataban!

La policía quiso llevarlo al Hospital, pero doña Teresa se opuso formalmente.

—¿No oían, acaso, como se quejaba Palombi? ¿No veían que no podía tenerse en pie?… Por otra parte ella lo cuidaría en su cuarto.

Provisoriamente se trasladó al enfermo a la cama matrimonial de don Juan.

El pobre almacenero, acusado de lesiones corporales graves, fué conducido a la Comisaría.

Y al cerrarse tras él la puerta de su casa, cesaron por completo y como por encantamiento los ayes del vapuleado Palombi que quedaba en el lecho de que el ofendido marido lo había arrancado poco hacía, violentamente.

Como este proceder le escocía, don Juan no pudo menos que decir:

—¡Mire que es salvaje esta policía!… ¡No vé que Palombi se hace el chancho rengo… no más?…