“Qué Dios los bendiga”, suele desear el intendente de Gualeguaychú Mauricio Davico al cerrar sus discursos. La ponderación de un perfil religioso, e interreligioso, inclusive, de tolerancia a lo diferente y de respeto por la vida de los demás, tan presente en las formas oficiales, parece haber encontrado un límite. En palabras del Intendente: “habría que pensar la pena de muerte para los narcotraficantes”, expresó en una entrevista en Radio Máxima. Y justificó su postura en que “le arruinan la vida” a las personas y a las familias.
Davico pidió pena de muerte, como quien anuncia el asfaltado de calles o la compra de maquinaria municipal, y no hubo repregunta al respecto. Quizá porque la entrevista se terminaba y se imponía la tanda publicitaria, quizá porque vivimos en una realidad en la que parece no importar qué se diga, ni cómo. Pareciera que ya nada nos sorprende, que finalmente ganó eso de la posverdad.
En el país bautizado “mandrilandia” por el presidente Javier Milei, creador del “zurdos van a correr” y de innumerables máximas propias de un energúmeno, pedir la muerte para los narcotraficantes suena a cosa menor, “de sentido común”, como suele argumentar Davico ante problemas de gestión que suelen ser “de sentido común” (que salga agua de la canilla y que el recolector recolecte la basura).
“Davico pidió pena de muerte, como quien anuncia el asfaltado de calles o la compra de maquinaria municipal”
Pero, ¿es de sentido común que el Estado decida sobre la vida de las personas? Hasta ahora, el sentido común (que siempre está en disputa) es la prohibición de la pena de muerte. Y lo es por una tradición de muchos años. Tras la última dictadura cívico militar, por citar la última legislación al respecto, el gobierno de Raúl Alfonsín (UCR) derogó la pena de muerte definitivamente en 1984, a través de la ley 23.077. Y, posteriormente, al suscribir Argentina al Pacto de San José de Costa Rica, en la reforma constitucional de 1994, fue ratificada esa postura.
CAMBIO DISCURSIVO
Davico ha sabido construir un perfil conciliador, un perfil de gestión. En cercanía con mandatarios de su mismo espacio, como en la actualidad, con su amigo Rogelio Frigerio (JxER) en la gobernación, pero también en sintonía con los opositores, como le tocó durante las gobernaciones de Gustavo Bordet (PJ).
Entonces, ¿a qué se debe este brusco cambio discursivo del Intendente? ¿Se trata de una estrategia para convocar la atención (si es así, bien no salió, ya que la mayoría de los medios de comunicación no se hicieron eco)? ¿Es una postura genuina y sincera de “un ciudadano más”? ¿Es una manera imponer su nombre en un año electoral?
Por otro lado: ¿Quiénes serían los narcotraficantes merecedores de la muerte? ¿los monos de Rosario? ¿los punteros del barrio 348? ¿los del Médano? ¿Los de Villa María?
“Muerto el narco, no se acabó la rabia. Ahora el negocio cambió de manos. Así funciona”
Asimismo: si el argumento es que “arruinan vidas”, ¿qué los diferenciaría de los abusadores, de los delincuentes, de los asesinos? ¿en esos casos también pedimos la pena capital?
Los discursos tan reduccionistas, como el impuesto por Milei, que sostiene que de un lado hay argentinos de bien y del otro, argentinos de mal, pueden ser muy peligrosos. Tanto como el “ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie”, de origen bíblico. Vivimos en una sociedad que ya está mutilada, que no necesita más muertes para solucionar las vidas perdidas. Eso no resuelve nada. Se necesitan más y mejores políticas represivas del delito, sí. Pero, sobre todo, se necesitan más políticas públicas para los jóvenes, necesitamos crear futuros posibles, esperanzas que se impongan a la incertidumbre constante y al desánimo. Es imperioso atender las causas del consumo y del delito, tanto como fortalecer el sistema de salud público, desbordado por la creciente demanda en adicciones.
Muerto el narco, no se acabó la rabia. Ahora el negocio cambió de manos. Así funciona. Deberíamos ser conscientes de ello. Porque muchos de los pibes perdidos en el consumo ya están muertos en vida, de hecho. Y, como sociedad, la alternativa ofrecida no puede ser más que la muerte institucionalizada.